viernes, julio 11

Secuestradas

El secuestro de cinco mujeres de la sociedad correntina en sus casas. El encierro en las celdas del Cabildo de Corrientes. Relatos de dos de las cautivas.

El 13 de abril de 1865, en las vísperas del jueves santo, siéndole negado el paso por Corrientes, Paraguay invadió la capital de la provincia y dispuso que un triunvirato de correntinos paraguayistas se hiciera cargo del gobierno. El 1º de mayo de ese mismo año, tres países, el Imperio de Brasil, la Confederación argentina y la República Oriental del Uruguay, le declaraban oficialmente la guerra al Paraguay, vecino de máxima vecindad con la provincia de Corrientes, dando origen a la Guerra de la Triple Alianza.

Un ruido seco, el de la pesada puerta de calle al abrirse de golpe, despertó a Carmen Ferré de Alsina. Los postigos cerrados le impidieron ver que era de noche y que la luna brillaba en el cielo negro, pero un silencio absoluto de pájaros, el que suele producirse en esa hora incierta y oscura que precede a la aurora, le dio la certeza de que aún faltaba para el amanecer. Fuertes pisadas retumbaron en el piso de cerámica del salón principal, y en seguida, algo que parecía un ejército de pies provocó un crujido espantoso en los escalones de madera.
Por instinto, Carmen Ferré se cubrió, pudorosa, hasta el cuello, con la sábana blanca de algodón con las iniciales bordadas, como las de sus hijas, que, en ausencia del padre, el coronel Fermín Alsina y Atienza, compartían el cuarto con ella. Con las iniciales bordadas también, las sábanas de algodón de sus cinco hijos varones, que dormían en el cuarto contiguo.
Por instinto, y ya los pasos se acercaban, ya las pisadas retumbaban en el pasillo, miró en la cuna de Carmencita, dormida como si no hubiera infierno. Vio la carita santa de Dorila por la luz de la lámpara de kerosene que se colaba desde el pasillo, la que todas las noches ella misma se ocupaba de encender y dejaba al pie de la escalera. Imaginó la cara inocente de cada uno de los varones: Fermín, Angel, Julio, Ramón y Augusto.
Quién anda ahí, escuchó, aterrorizada, tan cambiada la voz por el grito que no pudo identificar al sirviente que había hecho la pregunta en guaraní, desde el patio de abajo, donde voces y pasos se confundían. Acto seguido pudo oír un golpe y, sin que mediara nada de tiempo, un cuerpo cayó al suelo.
Alzó desesperada a la beba en el mismo instante en que un oficial paraguayo, sargento mayor o teniente segundo, pantalón y camisa blanca, chaqueta colorada, descalzo y portando un fusil, irrumpía en el cuarto donde la sobrina del ex gobernador de Corrientes, Pedro Ferré, dormía con sus dos hijas. No entró solo, sino secundado por cuatro o cinco soldados, sus figuras agigantadas por la luz de la lámpara de kerosene que se filtraba desde la galería y los iluminaba desde abajo. Sus sombras se proyectaban en las paredes cubiertas con papel de seda con motivos de flores grises, como gigantes deformes y terribles. Mientras se quitaba el quepis de la cabeza, el oficial ordenó en guaraní a sus soldados hacer lo mismo y, dirigiéndose a la mujer en la cama le dijo, también en guaraní:
-Señora, nos va a tener que acompañar.
-¿Con qué motivo? –preguntó ella, en español, la beba en brazos.
-Tenemos órdenes directas del Mariscal de llevarla presa. Sola –aclaró el oficial, ahora en español.

Carmen Ferré le contaba a su nieta Encarnación, mucho tiempo después, que el oficial paraguayo (no dijo oficial, sólo el paraguayo) le había preguntado, antes de informarle que la iban a arrestar, dónde estaba el coronel Alsina. Que como ella se había negado a darle datos ciertos sobre el paradero de su marido, el padre de sus siete hijos, el oficial (el paraguayo, según su relato), le había dicho que tendría que acompañarlos. Que ante su negativa, con el argumento de no dejar a sus hijos, el oficial (el paraguayo) le había dicho que o iba de buen modo o la llevaban a la fuerza, y que Carmen, apretando a Carmencita entre sus brazos, que para entonces se había largado a llorar, le había dicho que la beba tenía que tomar la teta y repitió que no iba a dejar a sus hijos por nada del mundo. El paraguayo ya se había puesto algo nervioso, contaba Carmen, y en ese momento ella había creído que lo que más nervioso lo ponía era el llanto de la beba. Y lo seguía creyendo años más tarde, cuando se lo contaba a su nieta Encarnación. Luego el paraguayo le había dicho que hiciera callar a esa beba, y se lo había dicho en guaraní. Habían forcejeado, y el sargento mayor o teniente segundo, el paraguayo, les había dado órdenes a dos de los otros soldados de que sujetaran a la señora y la obligaran a vestirse para llevársela, y a otros dos les había exigido que hicieran callar a los niños que también lloraban, en sus camas, en el cuarto de al lado. Mientras el mayor, Fermín, que ya tenía trece años, intentaba calmar a sus hermanos, el más pequeño de los varones, Augusto, de seis, había ido corriendo hasta donde estaba su mamá, y un soldado le había dado un empujón y lo había tirado al suelo. Carmen había rogado que no le hicieran nada (che memby, había pedido en guaraní por su hijo) y el oficial había hecho una seña para que lo dejaran tranquilo.
Después, contaba, le habían preguntado dónde tenía su ropa y la habían llevado al dormitorio matrimonial. Allí Carmen había abierto un gran ropero de caoba con espejos biselados que cubrían por completo las puertas en su parte exterior, mientras los soldados la apuraban y hacían bromas en guaraní, bromas que habían ofendido a Carmen Ferré de Alsina, que simulaba no escucharlos. Ella había dicho que alguien tenía que tenerle la beba mientras se vestía, y un soldado le había traído a a Dorila para que alzara a Carmencita. Dorila, pobrecita, cuatro años nada más, los ojos desorbitados del miedo, había alzado como pudo a su hermana mientras miraba a su mamá esperando alguna respuesta. Carmen había descartado crinolinas, corsés, vestidos de raso, zapatos de taco forrados de seda y mangas de gigots, y en cambio, sabiéndose observada, se había ajustado el camisón con una cinta gruesa, se puso encima una enagua con el borde de puntillas calado, una falda azul oscuro de paño que le caía hasta la mitad de la pierna, y un batón de mangas largas abotonado por delante. De un cajón había sacado un par de medias blancas y había buscado entre los zapatos los botines de cabritilla que había comprado en la tienda de Agustín Sánchez, a dos patacones y medio el par. Entre el chal de cachemira con flores verdes y la manta, había elegido la manta con menos bordados, la que usaba para estar en su casa los días fríos de invierno, y se había desplazado hasta el tocador donde esa noche, antes de acostarse, se había cepillado el cabello largo rato con Dorila, un ritual que repetían todas las noches, como a veces lo hacía con vos cuando eras pequeña, le decía a su nieta. De ese tocador de jacarandá labrado, mármol de carrara y un gran espejo, había tomado una cinta de seda color celeste, el color liberal (nosotros, los Alsina, Ferré y Atienza, somos liberales, le repetía la abuela a su nieta), y con esa cinta se había atado, mientras los soldados la apuraban y seguían con sus bromas en guaraní que Carmen pretendía no escuchar, el cabello castaño, lacio y abundante. La habían obligado a vestirse delante de ellos, los soldados. Carmen había visto la carita horrorizada de Dorila, que no entendía nada de lo que estaba pasando, y se había desesperado porque no podía darle ninguna respuesta. Había repetido una y mil veces, contaba, que sin su beba no se la llevaban a ningún lado, y el oficial les había dado órdenes a los soldados, esta vez, de que encerraran en algún lado a los demás kunumí, que los llevaran abajo, al fondo, con los sirvientes que no se habían animado a salir de la cocina por miedo. Que cada vez entraba otro soldado a preguntarle algo al sargento mayor o teniente segundo y que ella había pensado que abajo el patio se había llenado de paraguayos que salían no supo ella de dónde. Hasta le había parecido oír las voces de los soldados retumbando en el agua del aljibe, y desde allí subir hasta su cuarto, y pensó que ahí quedarían grabadas, esas voces temibles, para siempre.
Y le contaba a su nieta Encarnación que en ese momento extremo también se había preocupado porque los soldados pudieran arruinar las enredaderas que se trepaban, floridas y aromáticas, por el hierro repujado del aljibe, su orgullo. Que cuando terminó de vestirse había cubierto su cabeza con la manta que luego cruzó sobre el pecho, y le había pedido por favor al paraguayo, con temor de decir sargento mayor o teniente segundo porque siendo mujer de militar bien sabía lo que puede ofenderse cualquier oficial si uno equivoca el rango, le había pedido, casi rogado, que la dejara rezarle a la Virgen de la Merced. Que el sargento mayor o teniente segundo la había hecho escoltar por algunos soldados hasta el reclinatorio donde Carmen Ferré le había pedido de rodillas a la virgencita de la Merced que guardara por sus hijos y por su marido, oficial de la Guardia Nacional de Mitre, y que la hiciera volver viva desde donde fuera que la llevaran para que sus hijos no quedaran huérfanos de padre y madre.
Había rezado, Carmen, porque eso no estuviera pasando, que fuera nomás un sueño. Mientras rezaba no podía evitar oír el piafar nervioso de los caballos en la caballeriza, y se había preguntado si los paraguayos iban a robarse a los animales. Sin poder hacer nada al respecto ni a nadie preguntarle, había rogado que la dejaran irse con la beba que seguía llorando y que el sargento o teniente, el paraguayo, tal vez porque no soportaba oírla llorar más, quizá porque había tenido miedo de que la criatura se muriera y eso le trajera una complicación adicional, suponía cuando le contaba la historia a su nieta, le había alcanzado a Carmencita. Que, como seguía resistiéndose a irse y gritaba los nombres de sus otros hijos, habían tenido que arrastrarla de los cabellos por la escalera. Tanto habían tirado que la cinta de seda celeste se había soldado y caído allí, en un escalón, y los demás soldados la habían pisado, y no supo Carmen, ya que nadie la encontró después, si la cinta se había pegado en el talón del pie de un soldado, o si alguno la había levantado del piso para hacer quién sabe qué cosa con ella, tal vez alguna brujería. Así la habían arrastrado con Carmencita en sus brazos, y solo lo puesto, más un trozo de tela de hilo que había alcanzado a tomar de entre sus cosas para usar de pañal. Que al salir de la casa en esquina sobre la calle Libertad pero también sobre Buenos Aires, había visto cientos de soldados paraguayos, muchos más que en los tres meses desde la ocupación de la Ciudad de Vera , tantos que no podía creer lo que veían sus ojos. Que de su casa, en diagonal a la Plaza Mayo, a los empujones la habían llevado hasta el Cabildo correntino, en la misma calle Libertad, con la beba en brazos, y la habían depositado en uno de los horribles calabozos donde encerraban a los presos. A ella, a Carmen Ferré de Alsina.

En la celda hacía frío. Un centinela de perfil, fusil en mano, permanecía allí de pie como pintado, rojo y blanco, recortado sobre la pared mugrienta del pasillo negro, temblorosa su figura, apenas iluminada por la luz de una vela. Carmen se había sentado en el catre cubierto por un cuero de vaca ajado y, mientras le daba la teta a Carmencita, había llorado pensando en sus hijos, tan cerca y tan lejos. Hasta que oyó el aleteo de un abanico de papel y nácar en la celda vecina. Entonces supo que no estaba sola.


La noche del martes 11 de julio de 1865, en un operativo coordinado, soldados paraguayos a las órdenes del brigadier Wenceslao Robles, enviado por el presidente del Paraguay, Francisco Solano López, secuestraron de sus casas y llevaron arrestadas a los oscuros, fríos y malolientes calabozos del Cabildo correntino, a cinco damas de la alta sociedad, cuyos maridos estaban ausentes. La escena en la casa de Carmen Ferré de Alsina se repitió con variantes en los domicilios vecinos de su amiga Jacoba Plaza de Cabral, en San Juan 570, en diagonal al Teatro Vera, y en el de su prima María Encarnación Atienza de Osuna, en Tucumán entre Libertad y 25 de mayo. Y también en los más alejados, pero apenas a cuatro cuadras de distancia, de Victoria Bar de Ceballos y de Toribia de los Santos de Sosa, ambas viviendas sobre Julio entre Córdoba y Catamarca, una enfrente de la otra. Todas ellas madres, todas amigas. Victoria Bar tenía dos hijos: Alfredo, el mayor, y Victoria, la menor. Toribia de los Santos, un varón, Fortuno, y tres nenas, Deidamia, Clotilde y Virgilia. María Encarnación Atienza, dos varones, Pedro y Ricardo. Y Jacoba Plaza tenía un hijo de dos años que también, después de mucho llanto y ruego, había logrado que la dejaran llevárselo con ella. Además, había podido esconder entre sus ropas la imagen de la Virgen de la Merced, santa patrona de la Ciudad de Vera, de la cual todas las mujeres eran devotas.

La mayoría de los maridos de las prisioneras eran oficiales a cargo de la defensa de Corrientes, todos partidarios del gobernador depuesto Manuel Ignacio Lagraña. En el momento del secuestro, estaban en distintos puntos del interior de la provincia. Ellos eran el mayor Manuel Cabral, el sargento Santiago Osuna y los coroneles Desiderio Sosa y Fermín Alsina, militares liberales, mitristas. Sosa, además, era comandante del Batallón Primero de Corrientes, que él mismo había organizado.
Alejo Ceballos era hacendado y aportaba ganado al ejército. Al momento del secuestro estaba en la estancia de San Lorenzo. Su padre, don Alejo Felipe Ceballos, hombre ya grande y abuelo, fue hecho prisionero en la casa que compartía en ese momento con su nuera, en esa noche que Corrientes no iba a querer recordar. Ella, Victoria Bar, contaría años después, y su relato fue luego reproducido en distintas publicaciones, los pormenores del secuestro.

Casada muy joven con don Alejo Ceballos, tenía apenas dos hijos: una mujer y un varón, cuando en una preciosa noche de luna, sentí que golpeaban, no como para llamar, sino para romper las puertas de mi casa situada en la calle Julio.
Me levanté sobresaltada; abrí los postigos de una ventana y con asombro vi más de quinientos soldados paraguayos estacionados en la calle.
Sobrecogida de espanto, corrí al dormitorio de mi suegro, don Alejo Ceballos, padre, anciano de más de setenta y cinco años, sin haber tenido tiempo de vestirme.
En el dormitorio y en otras piezas anteriores, habían entrado más de sesenta paraguayos.
Cuando llegué al umbral de una de las piezas, ya estaban maniatando al viejito. Llevaba conmigo a mis dos hijos pequeños en brazos. Mi esposo no estaba. Habíase ido al campamento situado en San Lorenzo, lugar de nuestra estancia.
El que mandaba las tropas paraguayas, al verme me dijo: ‘De orden suprema las llevaremos a ustedes presas’. Así se hizo, dándome sólo lugar para vestirme en presencia de ellos, porque no permitieron que fuera a mi departamento a hacerlo.
En seguida nos llevaron al antiguo Cabildo y nos sumergieron en un horrendo calabozo. Allí ya estaban encerradas en calabozos inmundos las señoras del coronel Alsina, del coronel Sosa, la señora de Manuel Cabral y la señora de Osuna.
Toda la noche la pasamos en la mayor desesperación, sentadas sobre el duro y frío pavimento, cada una con centinela a la vista.
Se me olvidaba decir que a todas estábamos separadas.

Separadas entre ellas pero además de sus maridos, de sus hijos, de sus familias, de todo lo que hasta ese día les era conocido. Así contaría el inicio del calvario, aquel martes 11 de abril de 1865, en la Ciudad de Vera de las Siete Corrientes, una de las mujeres que desde entonces, y para siempre, iban a conocerse como las cautivas correntinas. De ese modo comenzaría su relato Victoria Bar de Ceballos a los ochenta y siete años, en 1909. Se lo contaría a Juan Vicente Medina, presidente de la sociedad Pro-Cincuentenario (del fin de la Guerra), y sus palabras serían transcriptas por otra persona. Es que al igual que Carmen, María Encarnación y Jacoba, Victoria sobrevivió para contarlo.
También circuló, entre allegados, una versión distinta de ese relato, un supuesto manuscrito que luego fue tomado por el periódico de la época El liberal. Se trata de un relato más lavado aunque aporta dos datos que no figuran en el anterior: que el secuestro se habría producido a la una de la mañana, que el oficial a cargo se apellidaba López y agrega el nombre completo de las cautivas, adjudicando el apellido Vargas a la señora de Osuna.
Otras versiones, transmitidas en forma oral, aseguran que al viejo Ceballos no se lo llevaron sino que lo ataron al dosel de su cama. El dato que confirmaría esa hipótesis es que el hombre murió en 1891, a los 100 años, en Corrientes. Su padre, Manuel Ceballos, había sido paraguayo, una filiación que, en las familias correntinas, era de lo más habitual. Esas fuentes orales desconfían de la transcripción escrita del supuesto relato de la cautiva.
Lo que no le contó Victoria Bar a Medina, ni tampoco lo escribió, ni Carmen Ferré se lo dijo jamás a su nieta, aunque sí lo hicieron algunos descendientes, y la versión circuló en susurros por generaciones, fue que esa noche las mujeres secuestradas fueron seis. Que el destino vergonzoso de la sexta cautiva para la sociedad correntina fue lo que provocó el ocultamiento de su nombre. Pero eso se guarda como un secreto inviolable. Sobrevuela como un fantasma, y son muy pocos los que lo comentan. La única pista en el segundo texto de Victoria Bar es ese apellido Vargas, para Encarnación. ¿Un error? ¿La huella de la omisión de un nombre? ¿O simplemente un apellido más para sumar alcurnia al árbol genealógico de Encarnación?

A la mañana siguiente del secuestro, las cautivas fueron sacadas de sus celdas, casi sin haber dormido, muertas de frío, pensando en sus hijos, en sus maridos, con miedo de un futuro impredecible y siniestro. Jacoba le había rezado toda la noche a la Virgen de la Merced, había pedido que los paraguayos no descubrieran que la había traído y quisieran arrebatársela, y le había cantado en voz baja a su hijo Manuel para que se durmiera y no se acordara de que tenía hambre.
Carmen le había dado la teta a Carmencita cada vez que amagaba con llorar, por temor de que el centinela la reprimiera si la escuchaba. Había usado el pedazo de tela de hilo de pañal, pensando qué haría la próxima vez que tuviera que cambiarla, con la secreta ilusión de que al día siguiente, luego de haberse demostrado que todo esto obedecía a un error, iba a volver a su casa.
María Encarnación se sofocaba y había pasado la noche abanicándose. El abanico les había dado la pauta a las demás, y no sólo a Carmen, de que la tragedia era compartida por otras mujeres. En un momento le había pedido al centinela permiso para ir al baño, y el soldado le había señalado una esquina del calabozo. Había tenido que hacerlo, porque no pudo contenerse, delante del paraguayo que la miraba, humillada y muerta de asco y de miedo.
Victoria había estado vigilando, atenta, a su vigilante, que cabeceaba y hacía grandes esfuerzos para mantenerse de pie, y tuvo que reprimir la risa cuando al centinela se le aflojaron las piernas y casi se cae. Sentada en el suelo, helada, había esperado que llegara el día y se preguntaba por el destino de su suegro. ¿Estaría también en un calabozo, como ella? Para combatir el paso lento de las horas, había empezado, mentalmente, a escribir un diario, que comenzaba esa noche del 11 de julio de 1865, con el relato de su secuestro.
Y Toribia no había dejado de pensar ni un segundo en su marido, el coronel Sosa. Lo imaginaba cabalgando furioso, dispuesta a rescatarla, imaginaba su reacción al enterarse de que la habían arrancado de su casa esa noche, lo veía irrumpiendo en el Cabildo con su batallón, peleando contra los paraguayos como lo había hecho durante la invasión de Semana Santa. Incluso en algún momento se había dormido y soñó con su bravo marido enfrentándose al enemigo. Pero nada de eso ocurrió. Nada pasó en esas pocas horas que le faltaban a la noche para convertirse en día salvo la espera aterrada de esas cinco mujeres (o tal vez seis) a que llegara la mañana, y que con la luz del sol el malentendido se aclarara y fueran devueltas a sus casas, con sus familias. Todas pudieron ver cómo se colaban los primeros débiles rayos del sol por las altas y diminutas aberturas enrejadas de las celdas.
De pronto, después de interminables minutos en que los relojes parecieron detenerse, un soldado recorrió el pasillo para avisarles a los centinelas que ya era tiempo. Otro soldado repartió mate cocido dulce y bizcochos húmedos y viejos, que sólo comieron Carmen, porque estaba amamantando, y el niño Manuel Cabral. Luego las condujeron, una por una, a los retretes al fondo del pasillo, donde las iban dejando solas para que se asearan y que hicieran sus necesidades, para sorpresa y bronca de María Encarnación. Después las llevaron a una sala del Cabildo. Recién allí se vieron las caras. En medio del terror y de la incertidumbre se sintieron acompañadas. Se saludaron con señas, apenas sonrieron. Allí se les anunció que serían trasladadas a la fortaleza de Humaitá, en territorio paraguayo. Toribia no pudo reprimir el llanto.


Prólogo

Conocí Corrientes en agosto de 2005. Me enamoré de esa increíble ciudad con coletazos tropicales. Había sido invitada por el periodista Carlos Lezcano para presentar mi libro La montonera. Biografía de Norma Arrostito. La presentación, que estuvo a cargo de la historiadora correntina María Gabriela Quiñonez, se organizó en el restaurante y centro cultural El Mariscal, una antigua casa en esquina que conserva su fachada original. Al día siguiente, recorrí la ciudad con un guía de lujo: el arquitecto Gabriel Romero, desacartonado subsecretario de Cultura de la Municipalidad de Corrientes. Él fue, como le dije más tarde, el culpable de que este libro se escribiera. En ese recorrido arquitectónico por la ciudad desembocamos en el Paseo Mitre, frente al río, donde “me presentó” a las cautivas correntinas: cinco mujeres de la alta sociedad que durante la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) habían sido secuestradas y conducidas al Paraguay. Cuatro de ellas habían vuelto. Según el imaginario popular, me explicó entonces Romero, habían sido violadas y víctimas de maltratos. Allí estaban, las cinco con dos hijos, una nena y un varón, convertidas en estatuas de bronce. El monumento, que representaba el regreso, incluía simbólicamente a la que nunca volvió.
¿Cuándo supe que la historia de las cautivas tenía que ser contada? No sé si fue en ese mismo momento, o más tarde; no recuerdo si fue en Corrientes o ya en Buenos Aires. Lo cierto es que yo no había viajado buscando tema para un próximo libro, y tuve la caprichosa certeza de que esas mujeres me habían encontrado. Algo del destino se jugaba en esa certeza.
Lo primero que hice fue contactarme con María Gabriela Quiñonez, que conocía a algunos descendientes de las cautivas y me puso en contacto con ellos. La historiadora lideraría luego la investigación y el farragoso trabajo de archivo. En sucesivos viajes a Corrientes fui entrevistando a hombres y mujeres que me abrieron, generosos, las puertas de sus casas, y me hablaron de sus antepasadas. No voy a nombrarlos aquí porque figuran en los agradecimientos. Ellos entenderán que la ficción dibuja nuevas realidades. Lo único que tenía, además de esos testimonios, eran unos pocos fragmentos que se repetían con pocas variantes en algunos libros de historiadores correntinos. Y un supuesto relato de una de las cautivas, Victoria Bar. Nunca, en esos viajes, dejé de pasar tiempo observando esa estatua, buscando detalles, intentando perforar el bronce para descubrir algo más.
Mi editora, Paula Pérez Alonso, fue la que me alentó a viajar al Paraguay, donde, otra vez, encontré puertas abiertas y personas generosas. Y fue allí donde el texto de Victoria Bar comenzó a resignificarse con fuerza, a partir de los relatos de otras mujeres paraguayas que habían tenido destinos similares.
Observé, en Paraguay y en Corrientes, que los que escribían sobre ese fragmento del pasado nacional, en general eran familiares de las víctimas de esa guerra tan absurda como cualquier otra guerra, o sea que sus intereses eran más afectivos que intelectuales. Ese fue un dato que tomé para tener en cuenta el punto de vista del libro. Así, la primera decisión fue crear un personaje que articulara pasado y presente. Tenía que ser mujer, descendiente, rondar los treinta años y haber vivido en algún país extranjero; tenía que ser correntina. Y la investigación que se hizo en Buenos Aires tenía que quedar en segundo plano, casi oculta: una manera de despegarme de mi propio centralismo porteño. Un gesto.
La segunda decisión fue elegir la no ficción histórica como género. Para eso, un libro: En busca del barón Corvo, de A.J.A Symmons (un regalo y un vaticinio de Luis Chitarroni) fue el modelo que rigió este libro, que combina técnicas periodísticas y rigor histórico con generosas dosis de imaginación.
Mientras lo escribía, mi hijo Lucas jugaba con unos soldaditos de plástico de distintos ejércitos del mundo que mi mamá, Juana, le traía cada vez que lo visitaba. Yo, a mi manera, también jugaba a los soldaditos: los hice actuar, los hice hablar y escribir. Hice que esos próceres, esos bronces idealizados o denostados, jugaran para mí, y para regocijo de los lectores posibles.
Pero había algo más, algo del orden de la restitución, que pesaba en la decisión de escribir esta novela. Era algo personal, en la medida en que todo acto personal conlleva una carga social. Menos de un año antes, pasada la medianoche del 19 de diciembre de 2004, cuando acababa de ponerle el punto final a La montonera, recibí el llamado más temido: desde el sanatorio donde mi padre estaba internado me informaban que acababa de morir.
Durante su agonía yo había escrito el último capítulo del libro, el que hablaba de la estadía de Norma Arrostito, desaparecida por la última dictadura militar, en la ESMA. Ese capítulo hablaba de locura, de tortura, de desaparición. Y al contemplar la estatua de las cautivas, al saber que esas mujeres habían vuelto de la guerra para reencontrarse con sus familias, tuve un sentimiento de reparación. Una herida cerraba donde otra había quedado abierta para siempre. Pero los fantasmas se empecinan. Y la locura, y la tortura, y la desaparición volvieron a emerger. Una guerra. Un secuestro. Una cautiva que nunca volvió. Había algo que yo podía hacer: darles voz a esas mujeres silenciadas por el tiempo.
No dejé en ningún momento de preguntarme por qué las habían secuestrado. No cejé en esa búsqueda a veces testaruda de una verdad posible. A medida que la investigación avanzaba, comencé a sentir que ese texto de Victoria Bar, que durante años había estado cerrado como un cofre a fuerza de mera repetición, comenzaba a abrirse como una filigrana que se despliega, y yo empezaba a ver a través. Supe, a veces, y otras imaginé, cosas que al comienzo eran apenas esbozos y oscuridades. No sé si descubrí algo parecido a la verdad. Sí es seguro que encontré una historia. Un acercamiento a esas mujeres del pasado. Un pasado tan nuestro, después de todo. Tan malditamente argentino.


miércoles, julio 2

La autora


Gabriela Saidon nació en Buenos Aires. Es licenciada en letrsa de la Universidad de Buenos Aires, periodista y escritora. Trabaja como editora del diario Clarín. Publicó: La montonera: Biografía de Norma Arrostito (2005) y la novela Qué paso con todos nosotros (2007), recibió una mención del Fondo Nacional de las Artes, al igual que su libro de cuentos inédito, Corazones astillados.