viernes, julio 11

Prólogo

Conocí Corrientes en agosto de 2005. Me enamoré de esa increíble ciudad con coletazos tropicales. Había sido invitada por el periodista Carlos Lezcano para presentar mi libro La montonera. Biografía de Norma Arrostito. La presentación, que estuvo a cargo de la historiadora correntina María Gabriela Quiñonez, se organizó en el restaurante y centro cultural El Mariscal, una antigua casa en esquina que conserva su fachada original. Al día siguiente, recorrí la ciudad con un guía de lujo: el arquitecto Gabriel Romero, desacartonado subsecretario de Cultura de la Municipalidad de Corrientes. Él fue, como le dije más tarde, el culpable de que este libro se escribiera. En ese recorrido arquitectónico por la ciudad desembocamos en el Paseo Mitre, frente al río, donde “me presentó” a las cautivas correntinas: cinco mujeres de la alta sociedad que durante la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) habían sido secuestradas y conducidas al Paraguay. Cuatro de ellas habían vuelto. Según el imaginario popular, me explicó entonces Romero, habían sido violadas y víctimas de maltratos. Allí estaban, las cinco con dos hijos, una nena y un varón, convertidas en estatuas de bronce. El monumento, que representaba el regreso, incluía simbólicamente a la que nunca volvió.
¿Cuándo supe que la historia de las cautivas tenía que ser contada? No sé si fue en ese mismo momento, o más tarde; no recuerdo si fue en Corrientes o ya en Buenos Aires. Lo cierto es que yo no había viajado buscando tema para un próximo libro, y tuve la caprichosa certeza de que esas mujeres me habían encontrado. Algo del destino se jugaba en esa certeza.
Lo primero que hice fue contactarme con María Gabriela Quiñonez, que conocía a algunos descendientes de las cautivas y me puso en contacto con ellos. La historiadora lideraría luego la investigación y el farragoso trabajo de archivo. En sucesivos viajes a Corrientes fui entrevistando a hombres y mujeres que me abrieron, generosos, las puertas de sus casas, y me hablaron de sus antepasadas. No voy a nombrarlos aquí porque figuran en los agradecimientos. Ellos entenderán que la ficción dibuja nuevas realidades. Lo único que tenía, además de esos testimonios, eran unos pocos fragmentos que se repetían con pocas variantes en algunos libros de historiadores correntinos. Y un supuesto relato de una de las cautivas, Victoria Bar. Nunca, en esos viajes, dejé de pasar tiempo observando esa estatua, buscando detalles, intentando perforar el bronce para descubrir algo más.
Mi editora, Paula Pérez Alonso, fue la que me alentó a viajar al Paraguay, donde, otra vez, encontré puertas abiertas y personas generosas. Y fue allí donde el texto de Victoria Bar comenzó a resignificarse con fuerza, a partir de los relatos de otras mujeres paraguayas que habían tenido destinos similares.
Observé, en Paraguay y en Corrientes, que los que escribían sobre ese fragmento del pasado nacional, en general eran familiares de las víctimas de esa guerra tan absurda como cualquier otra guerra, o sea que sus intereses eran más afectivos que intelectuales. Ese fue un dato que tomé para tener en cuenta el punto de vista del libro. Así, la primera decisión fue crear un personaje que articulara pasado y presente. Tenía que ser mujer, descendiente, rondar los treinta años y haber vivido en algún país extranjero; tenía que ser correntina. Y la investigación que se hizo en Buenos Aires tenía que quedar en segundo plano, casi oculta: una manera de despegarme de mi propio centralismo porteño. Un gesto.
La segunda decisión fue elegir la no ficción histórica como género. Para eso, un libro: En busca del barón Corvo, de A.J.A Symmons (un regalo y un vaticinio de Luis Chitarroni) fue el modelo que rigió este libro, que combina técnicas periodísticas y rigor histórico con generosas dosis de imaginación.
Mientras lo escribía, mi hijo Lucas jugaba con unos soldaditos de plástico de distintos ejércitos del mundo que mi mamá, Juana, le traía cada vez que lo visitaba. Yo, a mi manera, también jugaba a los soldaditos: los hice actuar, los hice hablar y escribir. Hice que esos próceres, esos bronces idealizados o denostados, jugaran para mí, y para regocijo de los lectores posibles.
Pero había algo más, algo del orden de la restitución, que pesaba en la decisión de escribir esta novela. Era algo personal, en la medida en que todo acto personal conlleva una carga social. Menos de un año antes, pasada la medianoche del 19 de diciembre de 2004, cuando acababa de ponerle el punto final a La montonera, recibí el llamado más temido: desde el sanatorio donde mi padre estaba internado me informaban que acababa de morir.
Durante su agonía yo había escrito el último capítulo del libro, el que hablaba de la estadía de Norma Arrostito, desaparecida por la última dictadura militar, en la ESMA. Ese capítulo hablaba de locura, de tortura, de desaparición. Y al contemplar la estatua de las cautivas, al saber que esas mujeres habían vuelto de la guerra para reencontrarse con sus familias, tuve un sentimiento de reparación. Una herida cerraba donde otra había quedado abierta para siempre. Pero los fantasmas se empecinan. Y la locura, y la tortura, y la desaparición volvieron a emerger. Una guerra. Un secuestro. Una cautiva que nunca volvió. Había algo que yo podía hacer: darles voz a esas mujeres silenciadas por el tiempo.
No dejé en ningún momento de preguntarme por qué las habían secuestrado. No cejé en esa búsqueda a veces testaruda de una verdad posible. A medida que la investigación avanzaba, comencé a sentir que ese texto de Victoria Bar, que durante años había estado cerrado como un cofre a fuerza de mera repetición, comenzaba a abrirse como una filigrana que se despliega, y yo empezaba a ver a través. Supe, a veces, y otras imaginé, cosas que al comienzo eran apenas esbozos y oscuridades. No sé si descubrí algo parecido a la verdad. Sí es seguro que encontré una historia. Un acercamiento a esas mujeres del pasado. Un pasado tan nuestro, después de todo. Tan malditamente argentino.


1 comentarios:

Sara Clotilde Fava dijo...

Lo estoy leyendo y me gusta mucho la manera de narrar de la autora a la vez que me despertó el interés por conocer más sobre la guerra de la Triple Alianza, episodio casi desconocido para la mayoría de los argentinos. Me encantó el uso de términos en guaraní y me trajo recuerdos de mi madre misionera las leyendas del Pombero y el Yasi yateré. Scfavagmail.com

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